top of page

Timo Berger: Las llaves del coche

Este texto lo presentó timo Berger en el Salón Berlinés el 13.10.2025 junto con Lucy Fricke.


La traducción fue posible gracias al auspicio del Senatsverwaltung für Kultur und Gesellschaftlichen Zusammenhalt y se ha realizado en el marco de una colaboración entre el Salón Berlinés y alba.lateinamerika lesen e.V.


Moderación: Ingeborg Robles y José Luis Pizzi

Lunes a las 19:00 h, Crellestr. 26, 10827 Berlín



Las llaves del coche

 

Mi padrino murió como un mafioso. Se cayó al suelo de la nada y no hubo manera de reanimarlo, como si le hubieran disparado a quema ropa en la cabeza. Se llamaba Rolf, un nombre tan alemán, pero adoraba a los Mariachis. Cuando él cumplió cuarenta años invitó a todos sus socios, la familia, los amigos, los amigos de los amigos y un grupo de Mariachis. Era un comerciante import-export que vendía mercancía alemana en México y viceversa. Hasta hoy, no me queda claro de qué tipo. Y a pesar de que los socios alemanes, los amigos y los amigos de los amigos, o sea parte de los invitados que nunca había estado en México, a eso de la una y media de la noche querían partir, él pedía más y más canciones a los mariachis de los que, en realidad, solo uno era mexicano, un tipo que había conocido a una alemana que iba de viaje en un crucero que pasó por Acapulco y se había ido con ella; el resto del grupo eran sus compinches, conocidos de la cantina frente a la estación, un turco, un griego, un serbio, un croata, dos rumanos y un ruso. El croata, el serbio y los dos rumanos ya habían formado una banda de música gitana estilo balcánico. Pero como no les había ido bien en su gira de pueblo en pueblo por el suroeste de Alemania, en las faldas del Jura de Suabia, donde abundan viejos tacaños a los que les da igual quién toca y raras veces dejan caer más que moneditas en los sombreros, aceptaron la oferta del mexicano de cambiar de estilo y tocar juntos. Se habían cruzado por casualidad en un bar de Göppingen, cerca de la estación de trenes y se hicieron amigos en medio de una borrachera tremenda. A esta, en el transcurso de la noche, se sumaron un griego y un turco que resultaron ser el Dúo Sirtaki que tocaba en bodas y funerales y que también se integró al flamante grupo de Mariachis.


Apenas tenía doce años cuando mi padrino cumplió los cuarenta. Mis padres nos llevaban a la fiesta y nos dejaban desplazarnos libremente por la casona enorme de mis tíos de tres pisos con una pileta en planta baja. Recuerdo que me quedé mirando medio atontado las piernas vestidas de medias rayadas de una mexicana que se había sumado al festejo y bailaba frente a los músicos. Mi hermano pronto se tiró en un sofá y se quedó dormido a pesar de la música alta y el zapateo de la mujer. Yo tengo vagos recuerdos de subir y bajar por la escalera, abriendo la puerta a la pileta. Solo un rayo de luz desde el pasillo iluminaba la superficie perfectamente quieta del agua.


Hoy me llamó el marido de mi prima. Están rematando los muebles, los discos, los libros y hasta la parafernalia mexicana de mi padrino, la decoración de las paredes de la casa que compartía con su mujer, mi tía, hermana de mi madre, en un pueblo de cinco mil almas al pie del Jura de Suabia. Escucho lo que me dice el marido de mi prima y luego pregunto por mi tía. Tu tía, me dice, no quiere saber nada de todo eso ni colabora en lo más mínimo. Tienen que desocupar la casa para ponerla a la venta.


Mi tía es medio sorda y me grita al teléfono cuando la llamo. Como yo soy tímido y me cuesta hablar fuerte, a los pocos minutos y, a pesar de que yo sigo preguntando y contestando, a ella le da la impresión de que me aburrí de la charla y corta. Mi tía está

por cumplir setenta y algo. Le duele la espalda. Le cuesta caminar. Además, de ser medio sorda está enojada con el marido de su hijo, su yerno, que le revisa las facturas y le regaña diciéndole que no prenda siempre la luz, que baje la calefacción, que deje de usar la pileta en el sótano. Mi madre, que es unos siete u ocho años más joven que mi tía, me contaba que en su tiempo odiaba a su hermana mayor porque en la mesa familiar –en esas familias alemanas de postguerra donde se tenía que comer todo o sea lo poco que llegaba a la mesa– ella le pasaba en un descuido de los adultos las verduras y legumbres que a ella no le gustaban – como los porotos, las hojas de col o la cebada. Y cuando ella protestaba no le creían nunca. Y cuando me acuerdo de esto, tengo que admitir que yo también sacaba las rodajas de colinabo de mi plato de sopa para pasarlas al de mi hermano menor que aún no dominaba por completo el alemán.


Mi tío que era mi padrino murió hace unos años, de un paro cardíaco. Y mi tía sigue viviendo en esa casa grande, que habían construido en un barrio ganado a los campos con calles que tenían nombres de árboles. De mi padrino, no me quedó nada, salvo un chaleco que mi tía una vez –unos meses después de su muerte me pasó diciendo: Fíjate si te entra, es de Rolf, casi como nuevo, lo había usado poco. El chaleco me quedaba grande y no era de mi estilo. Pero lo usaba, como si tuviera culpa por no acudir a su funeral, por haber llamado muy poco en todos esos años anteriores. Un día lo metí en la lavadora, me equivoqué a la hora de seleccionar el programa y se encogió. Era de lana y si me lo ponía ni hasta el ombligo me llegaba. Lo olvidé en mi armario. Hace unas semanas lo saqué y me di cuenta de que estaba medio devorado por las polillas. Pero aun así me costaba tirarlo.


Esta navidad cuando hablaba por teléfono con mi vieja, y ella me contaba que la casa de mi tía, su hermana, se vendió, y que ella tenía que mudarse a un departamento bastante más chico y por lo tanto deshacerse de muchas cosas, le dije, con un asomo de nostalgia: Por favor decile, si queda algo mexicano, alguna chuchería que ya no sirva, antes de tirarla a la basura, piensen en mí, porque casi no me queda ningún recuerdo de Rolf, mi padrino.


No mucho después llamó el marido de mi prima. Antes de contar lo que me ofrecía con un tono de urgencia en la voz, tengo que adelantarles otra historia. La de mi relación con mis primos. Con mis primos paternos era muy fácil. No me caían nada bien. Como todos mis primos, los paternos eran más grandes. Mi prima paterna era una gorda fea y mandona. Nos corría de un lado para el otro. Mi primo paterno era flaco y pálido y salía solo de noche de la casa. Estudió ingeniería eléctrica, pero abandonó la carrera muy pronto para dedicarse a arreglar aparatos electrónicos como equipos, altoparlantes y aparatos de radio. Una vez me lo crucé yendo al baño por la mañana cuando él volvía de una fiesta. Vivía aun con su familia, mi tía Emilia con su marido Fritz, que a su vez vivían en el segundo piso de la casa de mi abuela ¡Tenía puestos zapatos blancos de gamuza!


Con mis primos maternos era distinto, los dos me caían bien. Mi primo porque tenía una C64 y me invitaba a jugar videojuegos, mi prima por el simple hecho de que me gustaba. Era alta, esbelta, de pelo castaño y largo, con unos ojos oscuros: bellísima. Sé que mi madre, siendo yo un niño no solo tímido, pero también gordo y miope, me pedía que saludara a mis parientes maternos con un beso en la mejilla que me daba una vergüenza eterna y no lo hacía. No besaba a mi tía, ni a mis abuelas, a pesar de sus insistencias. Pero cuando se me acercaba mi prima, apenas diez años mayor que yo no me rebelaba. Pensándolo hoy, hasta me gustaba imaginarme que corría un poco la boca cuando nuestras mejillas se acercaban para buscar la fina línea de sus labios.


Los Mariachis estaban vestidos con sus trajes típicos, de telas bordadas con hilitos dorados. Sombrero y botas. A uno, al más joven, en algún momento le tocó cantar: No, no hay que llorar, que la vida es un carnaval y es más bello vivir cantando. Tenía el pelo engominado y enfilado hacia atrás. Era el más joven del grupo, tenía aparentemente no más de 21, 22 años, y su voz oscilaba entre alto y barítono y cuando entonaba y creía ver un brillo húmedo en sus ojos, como si estuviera a punto de llorar.


Mi primer oso de peluche era en realidad un perro de peluche, se llamaba Pedro y provenía de México. Regalo de mis padrinos. Hoy me pasé el día entero en internet apostando en eBay por los equipamientos de la casa de mi padrino. Porque lo que me contó el marido de mi prima en aquella llamada era que iban a poner a la venta los muebles de mi tío, pero si yo tuviera alguna preferencia, lo iban a tomar en cuenta. Solo me pidió apostar para cumplir con los requisitos del procedimiento y dijo que no podía regalármelos como hubiera preferido ya que mi tía había acumulado gastos en los últimos años en que compraba cada cosa a su antojo y se olvidaba de pagar las facturas ya medio demente.


Me registré para el mercado en línea e hice unas ofertas. No gané ninguna. A pesar de los pronósticos del marido de mi prima, los precios se fueron disparando, y no pude seguir en la competencia. Medio frustrado me enganché en el chat y encontré a un amigo que tengo en Guadalajara. Le conté la historia de mi padrino y la de sus muebles y me preguntó ¿Te quedaste al menos con Pedro? Le dije que se había perdido en alguna mudanza. Finalmente, de mi padrino solo me quedó eso. Un recuerdo.


Pedro tenía las orejas largas, su piel era marrón, sus piernas más largas que los brazos. No era un perro de verdad, era un perro de peluche, parecía más un niño humano que un perrito. En su pecho había un cierre, cuando lo abrías debajo tenía un traje de cuerpo entero de rayas rojas y negras. Es decir que la piel de Pedro solo era un disfraz que se podía quitar y quedaba él con su cabeza de perro con un pijama rayado, rojo y negro de tela gruesa, pero suave. Una vez cuando le quité la piel a Pedro, mi madre entraba, y no sé porque me pegó en mis manos diciéndome, ¡qué estás haciendo, ponele su vestido de vuelta a Pedro! Se va a romper…


La última vez que vi a mi padrino fue patética. Vino a pasear a Berlín con mi tía, pero ni él ni ella querían caminar mucho. Ella porque le dolía la espalda, acababan de operarle la espina dorsal y aun llevaba un corsé, él porque después de vivir en México, no había perdido la costumbre de andar en coche a todas partes. Así que, a pesar de vivir en un pueblo chico de apenas cinco mil habitantes con caminos muy cortos, cuando tenían que ir a la panadería o cumplir con otras tareas como la de llevar a mi prima a sus clases de tenis o a mi primo a la cancha de fútbol, mi tío agarró las llaves de su coche. Incluso los solía llevar en coche al parque que armaron desde la municipalidad (que tras la reforma comunal pasó a ser una simple dependencia de otro municipio mayor en que confluyeron los pueblos de la zona) al lado del nuevo supermercado con su playa de estacionamiento gigante, terreno natural de los skaters para exhibir sus piruetas…


Mi padrino manejaba su Mercedes implacablemente. Estoy seguro de que él era en Alemania uno de los primeros en tener un control remoto para abrir el garaje. Me acuerdo de que nos hizo entrar al garaje bajando la escalera desde el living abierto pasando por el piso de las habitaciones de mi prima y mi primo, la sala con la pileta y la bodega de hobbies, para subir de vuelta directamente al garaje. Un camino que él mismo había diseñado para no tener que pasar –cuando había mal clima– bajo la lluvia o las nevadas.


No sabré decir cuántas veces en mi vida me encontré ahí, en la oscuridad, agarrado de la mano de mi padrino, antes de subir a su Mercedes. Mi padrino buscaba el interruptor y lo encontraba. Una vez pasado ese umbral, subíamos a su coche. Primero abría la puerta trasera y me ayudaba a subir. Después subía él en la parte de adelante. Luego abría con su control remoto la puerta del garaje y salíamos en reversa. Había una cosa que nunca cambiaba cuando mi tío estaba con vida. la bodega de hobbies, en el centro de la mesita de sillón siempre se encontraba un recipiente lleno de almendras ahumadas. De eso me acuerdo como si fuera ayer. Y de un día que me metí en el cuarto de mi primo que estaba al lado y vi un afiche colgado en la pared. Y en el afiche había la imagen de un elefante y me acerqué porque de niño me encantaban los elefantes. Pero no era un elefante, era un hombre con la imagen pintada de un elefante sobre su torso desnudo y la trompa resultaba ser el pene del tipo. ¡Qué asco!


Otro recuerdo que se me decanta es que tenían una tortuga en el jardín que era tan aventurera que siempre se escapaba. Le hicieron un agujero en el caparazón y la ataron con un hilo que igual era un poco largo y la tortuga llegaba a excavar un túnel por debajo de la línea de arbustos que marcaba el límite del terreno de mi tío para volver a emerger en el jardín del vecino. Un día rastreando la tortuga por el hilo me golpeé fuerte el tobillo en una raíz sobresaliente de un árbol. Aun preservo esa sensación.


Hoy cumplí cuarenta y el teléfono no paraba de sonar. Llamaron algunos amigos de la infancia y amigos de amigos. También llamaron mi madre, mi tía, mi prima y mi hermano (en ese orden). Voy a festejar el sábado, les decía cuando me preguntaban por qué no se escuchaba nada en el fondo, ni voces, ni música, ni copas brindando. Decía eso y pensaba: no es lo mismo festejar los cuarenta sin mariachis.


Autor Timo Berger
 © María Rapela

Timo Berger, nacido en Stuttgart en 1974, es autor, publicista y traductor especializado en poesía y prosa latinoamericanas contemporáneas. En 2006 fue uno de los fundadores del festival móvil de poesía latinoamericana Latinale. Entre sus traducciones figuran obras de Fabián Casas, Sergio Raimondi, Laura Erber y Julián Herbert. Ha compilado antologías de autores alemanes, argentinos y brasileños: “Asado verbal” (2010), “Buenos Aires. Eine literarische Einladung” (2019), “Passagem de som / Tonprobe. Poesia contemporânea alemã. Uma breve antología” (2023) y “Voces periféricas. Antología de poetas latino-americanos en Alemania”. Sus cuentos y poemas fueron publicados en Alemania, Argentina, Brasil, Chile, España y México. Berger, que reside en Berlín, fue miembro del jurado de la Fundación Anna Seghers (Premio Anna Seghers) y del Departamento de Cultura del Senado, es actualmente miembro del jurado de la lista de los mejores libros del sur global “Weltempfänger”, y ha impartido e imparte seminarios sobre traducción de poesía y escritura creativa en distintas universidades e institutos culturales. 

Comentarios


Ya no es posible comentar esta entrada. Contacta al propietario del sitio para obtener más información.

Unterstützen Sie unser Projekt!
Kaufen Sie unsere Magazine oder abonnieren alba.lateinamerika.lesen!

In die Mailingliste eintragen

© 2024 alba.lateinamerika lesen e.V.                                                                                   KONTAKT     IMPRESSUM     AGBs
bottom of page