Gabriela Mayer
Costó encontrar la casa. La búsqueda había sido larga. Hasta que un día sí, supimos que era esa. Al principio, volábamos. Nos seguíamos de habitación en habitación. El aire no presentaba resistencia. Casi todo el tiempo resonaban las risas. Nuestros
cuerpos jugaban a alcanzarse, expectantes. Se acompañaban. Se rozaban. Se enredaban. Éramos ligeros, por eso no nos resultaba difícil volar. El aleteo surgía, constante. Cada tanto, alguna pluma se caía al suelo.
***
Seguíamos convencidos de que esa era la casa. Aunque, con el paso de los meses, nos empezó a costar lo del vuelo. Nos cansábamos bastante. Batir alas todo el día no es tan fácil como parece. No lo dijimos, pero los dos pensamos que flotar era mejor opción. Los cuerpos quedaban suspendidos en el aire, apenas un metro y medio sobre el piso.
Nos impulsábamos con piernas y brazos, como si nadáramos. Al no usarlas, las alas poco a poco se ajaron. Sin que nos diéramos cuenta, se fueron desprendiendo. No nos pusimos tristes de perderlas, porque flotar también era divertido. Y nos gustaba flotar juntos. A veces, él parecía nadar encima de mí; otras, yo arriba de él. O jugábamos a escapar, perseguirnos y atraparnos. Al principio avanzábamos rápido por el aire, pero se nos fue haciendo más y más difícil.
***
Hacía tiempo que no volábamos y llegó un día en el que ya tampoco pudimos flotar. No es tan grave, le dije yo. Claro que no, me respondió él. Si la mayoría de la humanidad camina. Por la casa empezaron a resonar mis pasos, más ligeros, y los suyos, más pesados. Cada tanto nos seguíamos, pero otras simplemente cada uno iba por su lado. Es lindo caminar, me dijo él. Sí, la verdad que sí, dije yo. Volar era muy cansador. Y flotar, también. Ya no quedaba rastro de nuestras alas. Y, cuando intentábamos
flotar, apenas nos elevábamos unos centímetros.
Nuestros cuerpos pesaban contra el piso, los pies prácticamente presos de la fuerza de gravedad. Antes, cuando volábamos, podíamos alcanzar los estantes que llegaban hasta el techo, teníamos otra perspectiva. Había que cuidarse además
del calor de las lámparas, que podía dañar nuestras alas.
Una mañana que él había salido, intenté un vuelo. Me paré arriba de la cómoda, como tantas veces. Batí los brazos con toda la energía de la que fui capaz, pero caí pesadamente al suelo. Entonces traté de flotar, impulsándome como lo hacía
antes con brazos y piernas. Pero tampoco.
***
Nos agotábamos subiendo y bajando la escalera antigua de madera, con peldaños altos e irregulares. Por eso, intentamos reducir la cantidad de ascensos y descensos. Igualmente, no había más remedio que emprender esos viajes cuesta arriba o cuesta
abajo varias veces al día. Lo hacíamos aferrados al pasamanos.
Una tarde nos cruzamos en el descanso de la escalera. Él subía y yo bajaba. Me canso demasiado, dijo él. Yo también, cómo me pesan las piernas, le respondí. Todavía seguíamos queriendo la casa. O tal vez cada uno la quería a su manera.
Si escuchaba sus pasos arriba, me quedaba abajo. Y él hacía lo mismo. Ni bien escuchaba su andar pesado por la escalera, sabía que me tocaba bajar. O subir. Lo difícil era pasar sin rozarlo. Me apretaba contra la pared. Algo de agilidad todavía me quedaba. Nos volvimos expertos en la alternancia. Arriba, abajo. Abajo, arriba. Podíamos pasar horas sin vernos. Inclusive, días. Apenas hablábamos. Un buen día, un buenas noches que retumbaba desde abajo hasta arriba o desde arriba hasta abajo.
***
Busqué en el armario el bastón que había sido de mi abuela. Lo usaba para impulsarme, lenta, de un escalón de madera a otro. Él también se consiguió un bastón. Lo vi un par de veces desde la cocina, mientras atravesaba el pasillo; la espalda encorvada, el pelo que empezaba a encanecer. Nuestros pasos eran torpes. Se
oía el pac, pac, pac de la punta de los bastones sobre el piso de madera, como un eco antiguo de nuestros pasos jóvenes. Cada tanto escuchaba sus caídas, así como él escucharía las mías.
Cuando no pudimos caminar más, tuvimos que reptar. Lo más complicado era la escalera. Pactamos quedarnos cada uno en una planta. Ya no estábamos en condiciones de subir y bajar. No lo dijimos, porque no nos hablábamos, pero lo sabíamos. Yo me quedé abajo. Él se quedó arriba. Hubiera querido subir una vez más para despedirme, pero realmente no tenía fuerzas. Y él tampoco. La casa se había convertido en un espacio hostil.
Me dolía el estómago, mi principal punto de apoyo. También me ardían las manos, con las que me impulsaba como podía hacia adelante. Me quemaban los callos en los dedos. Las rodillas, hinchadas, se me habían amoratado.
Me recorrían temblores, casi siempre tenía frío. Era imposible llegar a las mantas en el primer piso. Me fui quedando en la cocina, el espacio más luminoso y cálido. Cuando tenía energías, me arrastraba hasta la ventana, a tomar un poco del sol tibio que atravesaba el cristal. A veces hablaba sola, porque necesitaba confirmar que seguía teniendo voz.
Mi cuerpo flaco pesaba tanto. Y eso que apenas comía. Era un esfuerzo enorme avanzar algunos metros. Los músculos se estaban atrofiando. Se resistían con una fuerza inusitada a que los estirara.
Los olores de la casa parecían unirse todos en uno solo, fuerte y agrio. Los días y las noches eran prácticamente iguales. El dormitorio y la cama habían quedado arriba, inalcanzables. Eran suyos.
Dormía en el piso. Me había agarrado un almohadón del sofá. El resto de mi cuerpo se acostaba, como podía, sobre las baldosas. Hacía tiempo que no lograba extender brazos ni piernas. Mis dedos, arqueados, asemejaban garras.
Ya casi no podía reptar de ambiente en ambiente. Por los pocos movimientos que escuchaba arriba, él tampoco. Mi cuerpo se fue convirtiendo en una bolita. Las rodillas flexionadas contra el pecho. La cabeza entre las piernas. Junto al horno. Como si, aun apagado, pudiera darme calor. Temblé de pies a cabeza. Cerré los ojos. El precipicio negro me succionó.
Gabriela Mayer nació en Buenos Aires. Es escritora y periodista cultural, licenciada en Ciencias de la Comunicación. Su más reciente libro de cuentos es “Sueños como cuchillos” (2022). Anteriormente publicó "El pasado sabe esperar" (2018), "Todas las persianas bajas, menos una" (2007) y "Los signos transparentes" (2003). Sus relatos también integran antologías y publicaciones de Argentina y del exterior. Algunos de sus cuentos fueron traducidos al inglés y al serbio. Escribe en medios de comunicación argentinos e internacionales. Actualmente está a cargo del área de prensa del Goethe-Institut Buenos Aires. Foto: Paola Liguori
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