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LAS NEGRURAS DEL ÉTER


Nihm Smoboda

 

Dicen que el ruido de las obras es el sonido del progreso, pero no me deja dormir. Veo los edificios que se construyen en lo más crudo de la noche y recuerdo a mi padre hablándome maravillado de cómo iba a quedar Chicago. En su época los bloques aún no alcanzaban tanta altura, pero él ya los imaginaba. De no ser porque el Titanic se hundió en la oscuridad del océano a ritmo de ragtime, él estaría contemplándolos.

 

No sé si los negocios realmente le iban bien, ni si es cierto que los músicos seguían tocando mientras el transatlántico se iba sumergiendo, pero sé que tuvimos que enterrarlo en una caja vacía porque jamás encontraron el cuerpo. Y creo que nunca debimos abandonar la granja en South Hill. Ahí se dormía mejor y en el fondo éramos felices, pero no lo sabíamos.

 

Me había despertado sobresaltado en un mar de sábanas sudadas por el ruido de las hormigoneras: recordaba el champán bajando por el esófago mientras celebraba el fin de la Prohibición con los que hasta hacía poco consideraba mis amigos. Sus ojos turbios describían a la perfección cómo la heroína estaba llegando a la parte alta de la ciudad. El trago me supo agrio y decidí marchar en el mejor momento de la fiesta. Tras el descalabro de Wall Street todo me parecía una estupidez. Era el fin de una época. En Chicago no paraban de llover números rojos continuaban los infartos y la gente seguía arrojándose por las ventanas, pero mis amigos descorchaban otra botella encima de un Dodge mientras las chicas se sumaban al grupo. Al ver aquello me quedé tan frío como las aguas que le habían reventado los pulmones a mi padre.

 

Siempre pienso en el naufragio porque todos nosotros vivimos al menos uno.

 

Los dejé mientras seguían bebiendo, sabiendo que no nos íbamos a volver a ver y me fui fumando por la calle convencido de que al final el país más feliz del mundo lo había sido sólo gracias a los efectos etílicos de destilados hechos en bañeras clandestinas. Todo aquel champán que de golpe pasaba a ser legal me revolvía miserablemente el estómago.

 

Aquella noche me desvelé a las dos y veinte por culpa del estruendo de las hormigoneras. Abrí la ventana para ver qué ocurría. Los obreros picaban piedra y a un ritmo frenético levantaban edificios. Decían que en Chicago se hacían los rascacielos tirando a la gente dentro del cemento. Era una idea tan normal que a muchos les extrañaba que en otros lugares no se hiciera lo mismo. Cerré la ventana de golpe porque sentía que el calor era capaz de deshacer las vigas. Pero lo que en realidad ardía era una pesadilla que siempre volvía de modo recurrente.

 

Sueño que nunca estuve vivo y que sigo flotando en la negrura del éter. Sueño que estoy donde volveré, que es de donde nunca me he movido y que la vida sólo es algo que no sucedió. La oscuridad es terrible y me crea un profundo desasosiego.

 

Despierto en el hombro de Hannah empapado en sudor. Ella tenía que sostenerme, y mi peso y el tener que aguantar el ritmo de la melodía la dejaban completamente agotada. Empezaba su turno y el corazón me palpitaba como nunca. Estamos bajo una gran carpa e intentamos mantenernos de pie. Llevamos veinte días seguidos bailando y no podemos parar o no ganaremos el premio del concurso. Así funcionan los maratones de danza, un espectáculo denigrante en el que puedes llegar a ganar mucho dinero, pero la mayoría participa porque mientras lo haces, te dan comida. Hannah lleva el pelo enmarañado y el maquillaje corrido. Intento no delirar. Apestamos a cansancio y la orquestra toca tan lento que las parejas a nuestro alrededor empiezan a caer destrozadas por la podredumbre. No nos detenemos ni un instante por temor a que los árbitros nos descalifiquen. Se dice que la falta de sueño hace que muchos contendientes tengan alucinaciones. Nosotros las padecíamos. Nos habíamos convertido en cadáveres danzantes. Hannah y yo nos miramos mientras el público parece disfrutar con nuestras miserias: me dice que quisiera dormir para siempre, pero tenemos que seguir moviéndonos. Intento agarrarla con mis brazos mientras empieza una nueva melodía. El marcador nos recuerda cuantas horas llevamos de competición y la pizarra a cuánto suben las apuestas.

 

Durante estos días nos hemos explicado todo el uno del otro y nos hemos dado cuenta de hasta qué punto somos unos perdedores. Me abraza y murmura que ha olvidado su primer beso porque ya no puede pensar más. Los jueces van sacando a la gente de la pista y mientras ella cierra los párpados. En ese mismo instante quedo cegado por los focos que nos proclaman la pareja más bella del mundo.

 

Y entonces oigo el barco que nunca vi chocando contra el iceberg, el tapón saliendo de aquella botella de champán que va a llenar las copas, el coche despidiéndose y después las hormigoneras girando para verter todo el cemento encima de mis amigos, que quedaron petrificados y metidos dentro de enormes bloques. Hoy son las paredes de un banco como los que atracábamos. El mismo que ahora patrocina este concurso que nos ha volado la mente. Y todo el dinero, todo el dinero por el que lo habíamos traicionado todo, definitivamente perdido.

 

Suena la canción de Chicago that toddlin town y me desplomo después de veinte días bailando sin parar. Me parece oír cómo construyen todos esos edificios en algún lugar fuera de mi habitación, en Chicago, fuera de la carpa, fuera de la realidad y lejos del público que se levanta consternado al verme en el suelo ahora que sólo quedábamos seis parejas. Alcanzo a ver el rostro descompuesto de Hannah presa de la locura, al árbitro que nos separa cuando yo debía sostenerla a ella y cómo se me abalanza llena de lágrimas y me grita, pero ya no oigo nada: sólo las hormigoneras que siempre me sobresaltan dando vueltas en la noche.

 




Nihm Smoboda (Mataró, Cataluña, España) es licenciado en Derecho y escribió su primera obra de teatro mientras trabajaba como albañil. Posteriormente, fundó su propia compañía teatral para poder representar la obra y colaboró en la redacción literaria de la revista Cronopis. De allí pasó a la televisión de Mataró, donde presentó el programa La fàbrica. Escribe en catalán y español y ha sido galardonado en varias ocasiones por sus textos. Entre otros, ganó el concurso literario de memoria histórica con su relato «Las lágrimas del monte Púrpura». Sus relatos cortos, microficciones y poemas han sido publicados en periódicos, revistas y antologías.


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